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Cómo cambió el mundo después del 7 de octubre

La transformación global tuvo y tiene muchas caras, varias de ellas anticipadas y otras, inesperadas

Fue un trauma como ningún otro. A Israel, la masacre de 1200 niños, jóvenes, adultos, ancianos, civiles, militares lo aturdió y lo transportó a la época más oscura de la humanidad en el siglo XX. Al resto del planeta lo empujó al shock por la dimensión del odio, la crueldad y la sorpresa. Para uno y otro, ese 7 de octubre la certeza de que el mundo ya no sería el mismo fue tan grande como agudo fue el dolor de millones y millones de israelíes.

El trauma perdura un año después en las caras y los corazones de las familias de los rehenes que aún están en manos de Hamas, de los cientos de miles de reservistas movilizados en un país en guerra contra grupos terroristas y naciones que creen que no tiene derecho a existir, de los israelíes que buscan explicarle al mundo que lo suyo es una lucha por la supervivencia en una región hostil. Pero el sufrimiento también se instaló en los cientos y cientos de miles de gazatíes que perdieron sus familias, sus hogares, sus ciudades y su futuro en un año de ofensiva israelí o los millones de palestinos que también intentan explicarle al mundo que ser árabe o musulmán no es sinónimo de ser terrorista.

El mundo efectivamente cambió, como todos preveíamos el 7 de octubre. Pero esa transformación tuvo y tiene muchas caras, varias de ellas anticipadas y otras, inesperadas. Israel lanzó su guerra contra Hamas y el “eje de resistencia” que lo secundaba, Hezbollah y otros grupos terroristas. Y, por primera vez, se enfrentó de forma directa con la mano detrás de esas organizaciones, Irán.

Hoy, como nunca, Medio Oriente se enfrenta al escenario que es la pesadilla del resto del mundo desde hace décadas, el de la guerra total en una de las pocas regiones capaces de condicionar política, social y económicamente a todo el planeta. Eso es precisamente lo que sucedió en el último año.

Como ocurrió con Estados Unidos tras el 11 de Septiembre, la solidaridad inicial con Israel mutó a medida que avanzaba la ofensiva sobre Gaza y los muertos palestinos se apilaban. La guerra atizó, a su vez, la polarización que ya gobierna a la mayor parte de las naciones de Occidente. Universidades, partidos políticos, campañas electorales, organismos internacionales, empresas, nada permaneció ajeno a la división que llega desde Medio Oriente y cualquier desvío de posturas predeterminadas es denunciado como antisemitismo o islamofobia.

Sorprendentemente, la agitación política y social del mundo no tuvo su espejo económico. Desde la segunda mitad del siglo XX, cada conflicto en Medio Oriente ponía de punta los nervios económicos del mundo; la dependencia global del crudo del Golfo lo justificaba. Pero, en la última década, las fuentes de energía se diversificaron y la acelerada producción petrolera de países como Estados Unidos, Canadá, Brasil o Guyana contribuye a contener el impacto en los mercados de la violencia en Medio Oriente.

Hoy el precio del petróleo está considerablemente más bajo que en los días posteriores a la matanza de Hamas. Otro podría ser el escenario si el abierto enfrentamiento bélico entre Israel e Irán derivara en el cierre del estrecho de Ormuz, por donde pasa el 20% del petróleo mundial, o en el ataque a pozos en Arabia Saudita o Emiratos Árabes Unidos.

Ese cruce directo entre Irán e Israel es la señal tangible de que lo impensable se volvió norma en Medio Oriente y de que la ecuación de riesgo cambió -tal vez para siempre- para todos sus protagonistas. Las “líneas rojas” ya no existen. Y un año después del 7 de octubre las heridas de la matanza de Hamas crecen en lugar de sanar. ¿Hasta dónde? No hay aún indicios para determinarlo; el final no se divisa en la estrategia de Israel o de sus enemigos. Tal vez la respuesta esté sí en cuánto cambiaron esos protagonistas.

El ataque sistemático contra toda la cúpula de Hezbollah en las últimas dos semanas representan un triunfo y una recriminación para el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu. Por un lado, los israelíes se alinean casi mayoritariamente detrás de esa ofensiva (60%), según un sondeo de Canal 12 publicado la semana pasada, que además mostró que la aprobación del gobernante subió ocho puntos en los 10 días anteriores, tanto que su partido podría volver a ganar las elecciones.

Pero, por el otro, reanimó la furia de una porción de israelíes que no le perdonan a Netanyahu la falla de seguridad e inteligencia que permitió la masacre de Hamas o su incapacidad de recuperar a todos los rehenes con vida.

¿Cómo pudieron los servicios de inteligencia organizar una operación tan osada como la de los beepers y no lograron evitar la peor matanza de judíos desde el Holocausto? ¿Por qué falló el gobierno en anticipar y prevenir ese día de ignominia?

“El liderazgo militar y de inteligencia de Israel aceptó durante décadas el ‘concepto’ de que Hamas podía ser satisfecho y disuadido de una gran ofensiva sobre Israel si se le permitía gobernar Gaza”, dice, en un ensayo para el Council on Foreign Relations publicado la semana pasada, Elliot Abrams, enviado a Medio Oriente de George W. Bush, entre otros cargos.

El cálculo fracasó y a la matanza le siguió una ofensiva como nunca había lanzado Israel para diezmar -con éxito parcial- a Hamas y sus afiliados en Cisjordania. En el camino quedaron los acuerdos por un cese al fuego y los insistentes llamados de los organismos internacionales, naciones aliadas, socios absolutos como Estados Unidos y vecinos para cuidar a la población civil de Gaza. El apoyo global a Israel se diluyó y fue sustituido por una oleada pro palestina que muchas veces camufla un creciente antisemitismo.

Con las cúpulas de Hamas y Hezbollah debilitadas y un Irán desafiante ante la pérdida de su primera línea de defensa, Israel ahora apunta a Irán. El poderío militar de Israel probablemente le permita a Netanyahu una nueva victoria en el largo plazo, si la invasión terrestre en el Líbano no lo atrapa como Irak entrampó a Estados Unidos. ¿Pero una vez terminadas las guerras y con sus enemigos derrotados y contenidos, cómo podrá Israel convivir con vecinos hundidos en la destrucción, en la falta de futuro y en la renovación del odio?

De la cúpula militar y política de Hamas, el único que estaría vivo después de un año es Yahya Sinwar, supuesto cerebro del 7 de octubre. Él es también, según los negociadores de la Casa Blanca, uno de los mayores obstáculos en el diálogo por un cese al fuego: su objetivo no es ni el retorno de los rehenes ni la reconstrucción de Gaza, sino la aniquilación de Israel. Mientras él sobrevive en los túneles que recorren la Franja por debajo, unos 40.000 palestinos murieron y el 70% de los 2,3 millones de gazatíes perdieron sus casas.

Hoy Hamas no solo perdió a, por lo menos, la mitad de sus militantes, sino también parte del apoyo de los palestinos. Un sondeo de septiembre del Centro Palestino para la Investigación de Políticas y Encuestas muestra que el respaldo de los palestinos a la masacre del 7 de octubre cae y la desconfianza por Hamas crece. Más aún, también descreen de la Autoridad Nacional Palestina, que gobierna Cisjordania.

Sin dirigencia, con Gaza destruida y Cisjordania en el mismo camino, empobrecidos más allá de lo posible, los palestinos se enfrentan a un futuro vacío en el que las opciones hoy parecen ser ocupación total o autonomía tutelada. Lejos, lejísimos, queda ya la posibilidad de dos Estados, boicoteada por los extremos de palestinos e israelíes.

Hezbollah, Hamas, los hutíes, las milicias iraquíes y sirias no son solo organizaciones extremistas financiadas y entrenadas por Irán, son también la primera línea de ataque y de defensa del país de los ayatollahs, que le permitieron blandir un enfrentamiento indirecto con Israel con impunidad y sin el riesgo de llevar la guerra a casa.

Eso comenzó a terminarse el 8 de octubre, cuando Hezbollah empezó a atacar a Israel desde el sur del Líbano para distraerlo de su ofensiva sobre Gaza. Era una “misión de ayuda”, pero el cálculo falló. Dos factores movilizaron, entonces, a Israel: debilitar a las organizaciones donde más les duele, en su cúpula, y despejar el norte del país que vuelvan los entre 60.000 y 80.000 israelíes que debieron buscar refugio en el Sur para protegerse de los ataques de Hezbollah.

La ofensiva de Israel fue creciente y cruzó umbrales que Irán no creía que su enemigo podría traspasar: matar al líder histórico de Hezbollah, ingresar en el sur del Líbano, debilitar el arsenal aéreo del grupo terrorista.

Ante la necesidad de mantener la legitimidad e influencia frente a sus socios, Irán se vio entonces obligado a meterse de lleno en una guerra que preferiría teledirigir para evitar los costos. No es su mejor momento para la confrontación con un rival que lo supera en cualquier medida militar. La economía iraní está asfixiada por las sanciones y un comercio de petróleo limitado, la paciencia social y política con el régimen está al borde del estallido y el establishment militar, irritado con lo que considera es la poca voluntad de los ayatollahs de vengar sus bajas.

Dos veces atacó Irán a Israel con varios meses de distancia y cada ofensiva ganó en peligro y desafío. La respuesta de Israel llega tarde o temprano. ¿Será que el ojo por ojo va camino en convertirse en una sucesión permanente de batallas aéreas y, en definitiva, en la guerra que el mundo teme?

Joe Biden y su diplomacia se pasaron el año tratando de evitar que la guerra entre Israel en Hamas derivara en un conflicto bélico directo con Irán. Y ahora ese escenario se dibuja con más fuerza que nunca justo cuando apenas falta un mes para las elecciones en las que su vicepresidenta, Kamala Harris, intentará derrotar a Donald Trump.

La ofensiva sobre Gaza ya le cuesta al Partido Demócrata el enojo de su izquierda más dura; una guerra abierta en Medio Oriente sería bastante más doloroso para el presidente norteamericano. No solo por el precio electoral que podría pagar el oficialismo, sino porque desnudaría por completos dos enormes déficits de esta Casa Blanca.

Por un lado, el mandatario no logró hacer valer el peso de la sociedad histórica entre Estados Unidos e Israel sobre Netanyahu. Desde el 7 de octubre, el primer ministro israelí ignoró los pedidos de Biden: de la necesidad de cuidar la vida e infraestructura civil de los gazatíes y de respetar la ayuda humanitaria a la poca utilidad de acabar con el líder de Hezbollah.

Esa incapacidad de la Casa Blanca de Biden evidencia una deficiencia más estructural, que impacta en el eje que más le importa hoy a Estados Unidos en el mundo, su rivalidad con China. A diferencia de lo que sucedía el siglo pasado, Washington ya no tiene el poder de ordenar a un Medio Oriente ignífugo –y a otros conflictos globales también-.

Mientras Estados Unidos se muestra impotente y pierde la confianza de socios y rivales por igual, China se mantiene distante; su ganancia es menor, pero también su costo.

El 7 de octubre cambió a Israel, los territorios palestinos y Medio Oriente de manera permanente; su impacto más allá de esas fronteras también será duradero y más profundo de lo que hoy se insinúa.

LN

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