Tiziana Campisi – Ciudad del Vaticano
Entre aquellos frescos en los que Jesús juzga al mundo, en la Capilla principal del Palacio Apostólico, la Sixtina, que en la bóveda muestra a Dios creando al hombre, León XIV pronunció su primera homilía en la misa con los cardenales e inmediatamente indicó el camino que debe seguir la Iglesia, partiendo de las palabras del apóstol Pedro que reconoce en Cristo «al Hijo de Dios vivo». El Papa exhortó a un compromiso personal con Dios, en «un camino cotidiano de conversión», y después se dirigió a la Iglesia, para que juntos se viva «la pertenencia al Señor» y se lleve «la Buena Noticia a todos».
Las primeras palabras
En el mismo lugar donde ayer fue elegido 267º Pontífice, y donde pronto se desmontaron mesas y enseres del Cónclave para dejar paso al altar y a las sillas de los cardenales, León XIV comenzó a hablar improvisadamente, en inglés, dirigiéndose a sus «hermanos cardenales» que le habían llamado «al ministerio de Pedro», «a llevar la cruz y a ser bendecido con esta misión». «Sé que puedo contar con cada uno de ustedes -dijo- para caminar conmigo mientras continuamos como Iglesia, como comunidad de amigos de Jesús, como creyentes para proclamar la buena noticia, para anunciar el Evangelio».
Hoy no es fácil dar testimonio del Evangelio
En su texto, pues, el Pontífice mira al mundo, consciente de la realidad en la que los cristianos están invitados a llevar la Palabra de Dios.
Hoy también son muchos los contextos en los que la fe cristiana se retiene un absurdo, algo para personas débiles y poco inteligentes, contextos en los que se prefieren otras seguridades distintas a la que ella propone, como la tecnología, el dinero, el éxito, el poder o el placer. Hablamos de ambientes en los que no es fácil testimoniar y anunciar el Evangelio y donde se ridiculiza a quien cree, se le obstaculiza y desprecia, o, a lo sumo, se le soporta y compadece. Y, sin embargo, precisamente por esto, son lugares en los que la misión es más urgente.
El mundo que nos ha sido confiado
Existe «la falta de fe» que «a menudo lleva consigo dramas» como «la pérdida del sentido de la vida, el olvido de la misericordia, la violación de la dignidad de la persona en sus formas más dramáticas», enumeró el Pontífice, que no olvida «la crisis de la familia y tantas otras heridas que acarrean no poco sufrimiento a nuestra sociedad». Y hay también «contextos en los que Jesús, aunque apreciado como hombre, es reducido sólo a una especie de líder carismático o superhombre», y esto «no sólo entre los no creyentes, -subrayó León XIV- sino incluso entre muchos bautizados, que de ese modo terminan viviendo, en este ámbito, un ateísmo de hecho».
Este es el mundo que nos ha sido confiado, y en el que, como enseñó muchas veces el Papa Francisco, estamos llamados a dar testimonio de la fe gozosa en Jesús Salvador. Por esto, también para nosotros, es esencial repetir: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).
Desaparecer para que Cristo permanezca
Y luego el Papa habló, en primera persona, «como Sucesor de Pedro», recordando su «misión de Obispo de la Iglesia que está en Roma, llamado a presidir en la caridad la Iglesia universal» y recordando las palabras de San Ignacio de Antioquía, mártir en Roma: «en ese momento seré verdaderamente discípulo de Cristo, cuando el mundo ya no verá más mi cuerpo».
Sus palabras evocan en un sentido más general un compromiso irrenunciable para cualquiera que en la Iglesia ejercite un ministerio de autoridad, desaparecer para que permanezca Cristo, hacerse pequeño para que Él sea conocido y glorificado (cf. Jn 3,30), gastándose hasta el final para que a nadie falte la oportunidad de conocerlo y amarlo. Que Dios me conceda esta gracia, hoy y siempre, con la ayuda de la tierna intercesión de María, Madre de la Iglesia.
Un modelo de humanidad santa a imitar
Antes de explicar cuál es la misión que la Iglesia debe llevar a cabo hoy, el Pontífice se detuvo en Cristo, «único Salvador y el que nos revela el rostro del Padre», aquel en quien «Dios, para hacerse cercano y accesible a los hombres, se nos reveló en los ojos confiados de un niño, en la mente inquieta de un joven, en los rasgos maduros de un hombre», que luego se apareció «a los suyos, después de la resurrección» y «mostrando así un modelo de humanidad santa que todos podemos imitar». Sin olvidar la «promesa de un destino eterno que supera todos nuestros límites y capacidades».
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